viernes, 23 de agosto de 2013

La confesión de Casandra


Todas las almas allí reunidas contaban historias de sus vidas pasadas y ahora era mi turno. Dudaba, puesto que ya estaba muerta; pensé, y todo aquello que había dejado atrás ya no era relevante. Sin embargo, tampoco tenía nada mejor que hacer en aquel eterno paraíso. Ya ni siquiera me asaltaban mis proféticas visiones, pues en la muerte no existe el tiempo y no hay pasado ni futuro.

Comencé mi relato, segura por una vez de que aquellos que me miraban expectantes me estaban escuchando y, sin duda alguna, me creerían.

"Tuve la suerte, o la desgracia, de nacer en el seno de una familia noble, en la ciudad de Troya. Príamo, el rey de la ciudad, era mi padre, y Hécuba, su segunda esposa, mi madre, y madre también de otros muchos hermanos y hermanas mías, de entre las cuales yo era la más hermosa, decían. Y hasta tal punto era cierto que uno de los dioses se encaprichó de mí, Apolo, que me otorgó el don de la premonición a cambio de entregarme a él.

Ya en posesión de los poderes que me había prometido me negué a aceptar mi parte del trato y, herido por esto, Apolo me maldijo de modo que a partir de ese momento, nadie creería una palabra que saliera de mi boca. ¡En qué mal momento le rechacé, pues este es el principio de todas mis desgracias!

Vi, impotente, cómo los griegos asaltaban la ciudad de mi padre, por la noche como viles ratas, saliendo del interior de un enorme caballo de madera, hueco por dentro que, fingiendo retirarse de la excesivamente larga guerra, nos dieron nuestros enemigos como ofrenda a los dioses. Terrible fue para los troyanos no creer en mis palabras, pues al ver aquel colosal monstruo de madera vi claro lo que escondía. Nadie me escuchó.

Soy yo, Casandra.
Y ésta es mi ciudad bajo las cenizas.
Y éste es mi bastón y éstas mis cintas de profeta.
Y ésta es mi cabeza llena de dudas.

[..]

Yo tenía razón.
Sólo que eso no significa nada.
Y éstas son mis ropas chamuscadas.
Y éstos, mis trastos de profeta.
Y ésta, la mueca de mi rostro.
Un rostro que no sabía que pudiera ser hermoso. (1)


Fui a refugiarme al templo de Atenea, tratando de escapar de aquella masacre, muerta de miedo. Allí me encontró Áyax, el Menor, uno de los líderes del ejército griego, y cogiéndome de los cabellos, me arrancó de los brazos de la estatua de Atenea y allí mismo, dentro del templo, me forzó a yacer con él. No atendió a mis quejidos ni a mis súplicas.

Me llevó después a los barcos, como parte del botín que habían conseguido de Troya y, al subir a la nave, sonreí, sabedora del terrible final (2) que le esperaba a aquél que me había quitado la virtud, pues Atenea se había sentido muy ofendida por sus actos.

Partieron por fin las naves, y vi cómo el mar se interponía entre la tierra que me había visto nacer y yo. Arrancada de mi patria por una guerra que nunca debió empezar. ¡Maldita Helena y su belleza divina! ¡También el cobarde Paris, mi hermano, del que predije que traería la desgracia y como siempre, nadie me creyó! (3)

Me entregaron así a Agamenón, hermano de aquél que había empezado la guerra, Menelao y, nada más poner un pie en sus tierras, se me revelaron los designios de mi desgracia y mi terrible destino.

[...] De todo alguien medita la venganza:
es un león, oh sí, un león que anda
suelto por el palacio y se revuelca
en su lecho, esperando la llegada
del señor que regresa, de mi dueño,
puesto que he de soportar el yugo esclavo.
Y el jefe de las naves que un día
Troya arrasara, ignora las maldades
que ha tramado esa lengua odiosa
de perra que, hace un rato le lamía
y le irguió, afectuosa, las orejas.
A tal se atreve: la hembra es la asesina
del macho. [...] (4)

Fui terriblemente asesinada por la mujer de aquel que me tenía como amante. Morí por un amor que no era mío… Corta y triste vida la mía."

Así finalicé el relato de mi vida, puesto que ahí había acabado. Desde entonces vago a la espera de una nueva vida en el Hades. Una mujer, conmovida por mis palabras, acarició mi pelo y comenzó a cantar una canción, que sentí que resumía todo lo que había vivido.

Una niña triste

que camina por la arena,

ropas blancas viste,

retorna a la ciudadela.

Presurosa corre, parece traer nuevas.

Nadie la supera aquí en belleza.

Desconsolada llora

porque nadie entiende su idioma,

salen augurios de muerte de su boca.

Pasará la vida llorando y

la tomarán por loca


Un día se irá en un barco,

Se cerrarán sus ojos y encontrará eterno descanso. (5)



(1) Primera estrofa y última del poema “Monólogo para Casandra” de Wislawa Szymborska, poetisa polaca nacida en 1923 que obtuvo el Premio Nobel de literatura en el año 1996.

(2) Poseidón, incitado por la enfadada Atenea, hace que el barco en el que navega Áyax colisione contra unas rocas.

(3) Casandra predijo que París iba a ser el causante de la guerra de Troya, al raptar a Helena, esposa de Menelao.

(4) Fragmento de la tragedia "Agamenón" de Esquilo. Extraído de la edición de José Alsina Clota, Cátedra. Año 2000.

(5) Poema propio.